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sábado, 12 de febrero de 2011

13

Hace un siglo me diste de beber cuando más lo necesitaba, por eso recuerdo esa cerveza tan fría de igual forma que otras muchas las he olvidado sin más. Era temprano, estaba bastante hundido y luego te llamé desde una cabina, para contarte. Los móviles aún eran cosa del futuro.

Me viene también la impotencia ante tu indifirencia. Pero eso es otra historia.

Años más tarde, sigo pasando por tu puerta continuamente, y siempre que cruzo te miro. Sueles estar de pie, con los brazos cruzados, mirando la televisión desde la barra o en mitad del local. Otras veces te entretienes con las tragaperras: es bueno matar el tiempo. En ocasiones te acompañan tu mujer (con tus mismas gafas) y tu hija, que hace los deberes en cualquier mesa vacía, y la estampa me resulta bonita: la familia unida en un bar vacío.

Me marcho con una sonrisa cuando descubro por sorpresa algún cliente. Y me alegré infinito cuando esta semana o la anterior conté hasta seis al mismo tiempo. Lo nunca visto... Te intuía eufórico por sentirte activo, ajeno a la condena de pasar tantas horas solo, deseoso de mostrar al mundo la utilidad de tu rincón en el momento adecuado. 

Te sé un superviviente.

A dos manzanas, los restos del naufragio en forma de bar cerrado me muestran el contraste. Las cartas pasan frío acumuladas tras la verja y cubiertas de polvo y de tierra. Dentro, los posters del Madrid me devuelven a otras épocas, y en la puerta un cartel se burla de mí diciendo que en ese establecimiento está permitido fumar. Qué ironía. 

Me siento sobre el capó de cualquier coche a liarme un cigarro mientras espero, y me veo ahí mismo esperando cientos de veces a que bajaras, para que luego me escribas que no tienes nada que decirme.

Lo siento, pero no me lo creo.

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