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lunes, 7 de marzo de 2011

Os oigo

discutir: madre, hijo, hermano y otros yoes que deambulan por la casa. Os miro y me pesa el pecho. Me mantengo en la distancia, a salvo de una guerra que no es mía, que yo no he arrancado y en la que me declaro oficialmente neutral. No puedo mostrarme en contra de ninguno de vosotros.

Te veo hacerle daño y entiendo tus palabras, sé dónde nacen, comparto tu postura y me reconozco en tu reacción, a pesar de dolerme. Te veo a ti también, epicentro de una encrucijada a la que no sabes cómo has llegado, y también te entiendo y puedo incluso estar de acuerdo en lo que dices. Me sorprende tu coherencia, tu templanza y que saques todo eso a relucir. 

Y en medio de todo, me sorprendes con tu galope para precipitarte en mis piernas, y corro detrás de ti, como en una gran evasión hacia lo fácil, lejos muy lejos del mundo adulto, donde nos creemos maduros y somos más niños que nadie. 

Durante mi huída desenvaino mi bandera blanca, fingiendo no ser consciente de cómo ha empezado todo. Sé en cambio que mi presencia en el campo de batalla añade un enemigo más a una contienda absurda, y un mediador que nadie ha solicitado. Por suerte, me cubres por la retaguardia, y no encuentro mejor cobijo que tu sonrisa.

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