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viernes, 15 de abril de 2011

La naranja y la muñeca

Ayer (jueves) fue día de aniversarios, sin duda. Como cualquier otro día para según qué personas. En lo que me toca, una vieja conocida añadió una tarta a la vela y viceversa, mi hermano celebró con cava y fresas su aniversario de bodas y ochenta años atrás nos llegó así como caída del cielo la II República. Esto último no es nada personal, por entonces no estaba ni siquiera insinuado, pero era un bonito pie para hablar de otra cosa totalmente distinta.

Mi abuelo me ha contado a veces que de pequeño recibía por Reyes una naranja y (creo) un real, pero la moneda la tenía que devolver porque al día siguiente había que comer y esas cosas; así que se quedaba con la naranja, que entre pelarla y echar el diente a los gajos se echaba uno un buen rato. Mi abuela estaba enamorada de una muñeca de trapo de una vecina suya, en Arévalo, pero sus padres no se lo podían permitir así que ya desde niña aprendió a coser para que, al igual que sus otros hermanos, desempeñara un oficio y, de paso, hacerse ella su propia muñeca.

El padre de mi abuela, entre muchas otras cosas, se hichó a cazar ancas de rana y las vendía a la gente de posibles para ganar menos que poco. Probó suerte también en Cuba, adonde acompañó a uno de sus hijos y de donde regresó poco después para no volver a verlo (a ese hijo). El padre de mi abuelo, que entre jardinero y demás oficios fue tirando, pudo ahorrarse un tiempo el alquiler de una casa en su etapa de conserje en el Campo del Ángel. Eran otros tiempos. Mi abuelo siempre habla de la República como unos años donde se pasó muchísimo hambre, como antes, como después, y como también mucho después. Supongo que a mi abuelo (al que pilló eso de muy joven) como a otros tantos en el fondo, le sudaba un poco el pie si estaba Alfonso XIII, Primo de Ribera, Azaña o la madre que los parió, y que lo primero que querían era tener algo que llevarse a la boca. Alguna vez me ha contado que empezó a trabajar desde bien pequeño porque no había nada mejor que hacer salvo echar una mano, y si por la mañana ayudaba en el huerto a algún vecino a cambio de vete tú a saber qué ni cuánto, y cuidaba de que nadie echara el guante a lo que en él se cultivara, de noche se escapaba y saltaba él mismo la tapia para echarse en un saco tres o cuatro piezas de lo que fuera. Y es que por entonces el que no robaba era un santo o un estúpido, y así ha sido hasta hace cuatro días, desde mucho antes incluso que el Lazarillo. 

Mi abuela vino de Arévalo a servir a alguna que otra casa a Madrid, y a sacarse algún dinero haciendo punto, zurzidos y demás. En uno de sus viajes a Alcalá por motivos varios conoció a mi abuelo y así surgió en parte el complot para que ahora escriba esto.

En las ciudades o poblaciones más grandes, como Alcalá, se vivía mucho peor que en los pueblos. Donde había cuatro casas quien más quien menos tenía gallinas, un cerdo y algún que otro terreno que cultivar. Mi madre, que se crió en uno, habrá comido lo mismo un día sí y otro también durante media infancia, pero al menos podía echarse algo a la boca y acumular motivos para que el día que hubiera un pedazo de carne en el cocido fuera fiesta nacional.

El hambre, el cabrón. El hambre y las ideologías. El hambre y el trato en la familia. El hambre y una sola cosa en la cabeza, tirar para adelante esperando tiempos mejores. Como fuera. Y ahora que han llegado (los tiempos mejores) nos quejamos de muchísimas más cosas que entonces, y probablemente con razón, pero deduzco que es porque muchos ni siquiera tuvieron en su día la oportunidad de hacerlo.

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