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sábado, 18 de diciembre de 2010

Morir ahogado

Morir ahogado me parece la más terrible de las muertes, pero algo me dice que sería distinto conmigo. A mí casi me pasa... lo de morir ahogado. 

Era infinitamente pequeño, acababa de cumplir los cuatro años. No sé si eso lo convierte en el primer recuerdo hasta donde mi memoria alcanza o no. Desde luego es el más nítido, el resto son retazos.

Toda la familia por parte de madre pasamos el día en la finca de mi tío. De la mañana sólo recuerdo que mi prima no me dejó usarlo, era suyo. Yo me encapriché supongo de ese flotador con forma de pato. Era distinto de los demás y eso hizo clic en mi cabeza: tenía que ser mío.

En la hora de la siesta acompañé a mi padre. Sus ronquidos entrecortados ponían música a los círculos de luz intermintentes que se colaban por las persianas, proyectando un caleidoscopio en la pared que me mantenía despierto y fascinado. Todo era quietud. Y yo estaba tranquilo.

Por la tarde ya, ser el más importante de todos los que estaban allí me otorgaba el derecho a presidir una mesa kilométrica a la hora de la merienda. Comimos en el jardín, junto a la piscina, y yo sólo pensaba en coger el pato que flotaba a la deriva a unos centímetros de la orilla. Mi prima estaba lo suficientemente lejos como para que no se enterara de mi atentado, así que no tenía nada más que agacharme, estirar un poco el brazo y obtendría mi tesoro. Era lo más fácil que había hecho hasta ese momento.

Lo siguiente que recuerdo pasó muy deprisa. Me vi flotando, como el pato. Rodeado de azul, plenamente consciente de haber fallado en el secuestro. El pato seguía ahí, solo, algo más lejos que antes. Estiraba la mano pero no lograba rozarlo ni siquiera. Es más, el cabrón se alejaba más y más de mí, burlándose. Yo trataba de moverme, pero creo que por aquella época nadie me había enseñado a nadar. Con el pato a una vida de distancia creo que me relajé y me dediqué a mirar a  mi alrededor. Sentía un impulso enorme de querer acercarme a la escalerilla del otro lado de la piscina. Era incapaz ni siquiera de mover un pie. Forcé el pensamiento, a ver si con eso lograba al menos que la escalerilla se acercara a mí. Ni con esas. En ese ten con ten estuve un tiempo indefinido, no sabría cuantificarlo. Por otra parte no me encontraba nada mal. Estaba inmerso en una quietud fascinante y placentera, casi fetal. Placentero vendrá seguramente de eso, de plancenta. O no. Me sentía bien. A solas conmigo y con mi incapacidad de hacer nada, sólo dejarme llevar. Nada rompía la magia. Nadie tenía por qué romperla.

Pero se rompió. Algo me arrancó de ese útero improvisado y me desgarró de mi infinita comunión con una calma no buscada. El resto fue caos, no poder abrir los ojos, abrirlos y no ver, verlo todo blanco, vomitar, recibir una bofetada, volver a vomitar, ser poco a poco consciente de mi estado, romper a llorar, un terrible dolor de cabeza, arcadas, querer volver al agua...

Nadie sabía cuánto tiempo había estado hundido. Nadie se dio cuenta ni me vio caer, porque mi plan y mi sigilo así lo quisieron. Pudo ser dos segundos o siete minutos, no sé. A mí me pareció eterno. Mi tío, el mismo que me apadrinó, se dio cuenta de que no estaba y fueron sus manos las que a modo de forceps improvisados me hicieron nacer otra vez. Supongo que mis padres se sintieron terriblemente culpables por no haber sido ellos los que estuvieran pendientes. No lo sé.

Mi madre, que reza todos los viernes al Cristo de los Doctrinos (no sé muy bien si para seguir dando gracias por aquello o para pedir que me convierta algún día en alguien normal), sigue pensando que aquello fue un milagro de Dios y que eso significa necesariamente que ese mismo Dios me tiene reservado una función importante en esta vida...

Es realmente sorprendente lo que pueden llegar a pensar las madres. Yo sólo quería un flotador en forma de pato, y todos nos hemos tropezado alguna vez.

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