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viernes, 24 de diciembre de 2010

A

menudo, cuando terminas de decir cualquier cosa, concluyes la frase huyendo de mi y encuentras salida en tu lado natural de escape. Quedas callada, pensativa y con la mirada aparentemente perdida. Aguantas unas milésimas, hay que estar muy atento porque si no son apenas perceptibles. Sin previo aviso juntas los labios de forma casi violenta, pero no nos engañemos, es un falso final. Una zona valle, donde aparentemente ocurre nada y todo a un tiempo. Ahora viene lo mejor, cuando frunces levemente los labios contra la nariz, a lo Elisabeth Montgomery, regalándome un matiz de sonrisa, adelanto de lo que viene después. Sincronizas ese gesto con un amago evidente por querer cerrar los ojos, lo que multiplica el bruno de su abismo. Éste es un momento crítico, te puedes perder en ellos. Tus ojos. Superado el trance, continúas sin darme un respiro. Se acabó tu lado, vuelves a mí. Lo lógico es que me encuentres sosteniendo la mirada, fascinado. Hay un instante de comunión, y a pesar de haberme resistido durante todo este tiempo, acabo perdiéndome en tus cuencas. Tú lo percibes de inmediato y resuelves el desliz rompiendo en sonrisa, en esa sonrisa simétrica, canónica y casi perfecta, clímax necesario del relato anterior, final verdadero. Principio de todo lo demás.

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