Yo ya sabía leer y escribir, o al menos eso gritaba a Julia mientras me arrastraba por la calle camino de mi primer día de colegio. Lloraba a moco tendido, hecho una magdalena. Me agarraba con uñas y dientes a cada una de las plaquetas de la acera y buscaba una madre nueva en cada mujer que regresaba a casa tras dejar a su hijo en clase.
Vieron el percal nada más aparecer en el hall. "Éste va a dar problemas", pensaron. No más niños de teta y cuna... Todavía quedan las marcas en el reposamanos de la escalera cuando trataron de subirme al aula de parvulario 1A. Abrieron la puerta y me dieron la oportunidad de hacer mi entrada triunfal ante la atónita mirada de los que serían mis compañeros durante unos cuantos años. Todos callados, sentaditos, bien vestidos, más majos... Y yo berreando como una perra, pregonando mi inonencia de este a oeste, acusándoles de crímenes contra la humanidad. ¡Dejadme ir, cabrones! No os necesito...
Mª Jesús, domadora de fieras, neonatos y demás ejemplares, tuvo a bien hacerse cargo y liberar a mi santa madre de aquella vergüenza. "Usted tranquila -le dijo-, ya le enderezo yo". Dejar de sentir su mano cálida me hizo añorarla infinito, como la primera vez que grité su nombre, como el día que me parió. Quedé, pues, a merced del látigo, y en mitad del caos emocional me fijé en tu rostro de ángel, y en mitad de esa visión te alejaron de mí.
Resolvieron encerrarme en la clase de al lado y castigarme durante toda la mañana a estar de pie junto a la pared, como un maniquí roto en un expositor. Entre amenazas varias del tipo "o te callas o te callo" supongo que me calmé, y ahora me viene su mirada incisiva. Y esa bolsa de agua con algo extraño dentro.
Por la tarde fue distinto y me sentaron a tu lado. Y no recuerdo mucho más, salvo pintar mosqueteros.
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