Mientras el corazón palpita alejándose de su límite y las piernas (en tensión) reconocen su esfuerzo, permanezco derrotado con la valla como bastón. Contemplo cabizbajo las hojas secas en los adoquines con restos de confetti que son salpicados progresivamente con gotas de sudor que nacen de mi barbilla, me escucho jadear con menor intensidad que un segundo atrás (me voy reconociendo de nuevo) y levanto la vista.
Veo un cruce de caminos en el que todo es transitorio; mi vecino que regresa con su paso indiferente, ajeno al mundo, para pasar de largo; gente de toda condición que cruza detrás de mí y me mira sin esconderse; globos de Navidad pendientes aún de retirar; peatones saltándose el rojo; vehículos saltándose el ceda; ese niño que corre para perderse en el ultramarinos; la madre que lleva la mochila de su hija; encuentros en carga y descarga; púbers con guitarra; litronas con dueño; gente creativa; despedidas; runners y cicleros; ápices de libertad; nervios, risas, crispación y prisas; preguntas sin respuesta; recuerdos de juventud. La vida en una rotonda.
Mi momento.
Mi momento.
Cinco minutos después de llegar, me siento preparado para volver a casa.
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