No llevaba más de una hora trabajando por ETT en la empresa. Desmontar una estantería y montarla en otra nave. Easy. Tenía que vaciarla antes (la estantería), así que nada: poquito a poco, con el traspalé eléctrico pim pam, pim pam, palé arriba palé abajo... En éstas que al no estar familiarizado con las medidas de la nave, golpeé sin querer con el extremo de la uña un foco de los tres que iluminaban la nave, y el pobre soltó su enganche del techo y quedó suspendido únicamente del cable que lo alimentaba.
Desde abajo no le di la mayor importancia... Error. A los pocos minutos descubrí que si bien una ciudad puede ser un pañuelo, desde luego una nave no es lo suficientemente grande como para esquivar un foco, y me acordé de Astérix & Co., temerosos de que se les cayera el cielo encima.
Seguía yo a lo mío cuando escuché un clic y el sonido típico que dibuja un objeto pesado al caer desde diez metros de altura. Efecto Doppler en toda regla. Los tres o cuatro segundos intermedios no fueron suficientes para ser consciente de lo que ocurría y lo inmediato fue encajar el golpe de una lámpara de... ¿diez kilos? en toda la coronilla.
Mala suerte, supongo: me movía constantemente y podía haber caído a mis pies. O buena, según se mire: no me hizo nada. Ni siquiera un chichón. Lo cual me dio la razón para llevar en esa etapa el pelo lo suficientemente largo para amortiguar algo el golpe, y no refuta lo que llevaba escuchando desde niño sobre mi cabezonería.
No he vuelto a ser el mismo desde entonces, though: ahora digo más bobadas. Anécdota para un viernes lluvioso.
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