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jueves, 12 de julio de 2012

Blanco

Hace quince años la señora que me acogía cerca de Longwy (Francia) me enseñó un papelito donde leí por primera vez su nombre mal escrito. Me preguntó si le conocía, y yo me pregunté a mí mismo de qué tenía que conocer yo a ese señor.

Esa tarde apenas saqué mayores titulares más allá de unas imágenes en la tele de mucha gente cabreada llenando calles a miles de kilómetros de allí, y yo con mi francés de merde tratando de entender algo. No fue hasta el día siguiente cuando fui atando algún cabo que otro, pero supongo que a esas edades, tan lejos y con tanto estímulo a tu alrededor, se relativiza todo que da gusto.

A mi vuelta, dos semanas después, mis padres me lo contaron así como con más detalle, y hasta me habían grabado la macromanifa donde medio Madrid era un manto de manos blancas, pariendo un espíritu más allá de Ermua que, imagino, yacía latente desde muchos atrás, o eso quiere uno creer.

Hoy ya no salimos todos a la calle más que para cantar goles, y aunque no hay sangre de por medio, encuentro no pocos motivos de igual calado para pintarnos las palmas y levantarlas bien arriba. Y así, entre descuido y descuido, podremos hasta levantar el corazón y todo, que siempre luce en la foto.

Por supuesto, me refiero al dedo.

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