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viernes, 14 de octubre de 2011

Odio esos anuncios

en los que a partir de una conversación a dos surge la empresa que tanto nos hace falta. ¿Cómo pudimos vivir bajo el velo de la ignorancia? No estábamos hechos para tanta oscuridad y entonces cayó del cielo la Divina Providencia en forma de amig@a sabelotodo que, casualmente, lleva encima la receta para sanar nuestra herida y el número de teléfono de ese sitio, firma o marca de profiláctico que nos va a cambiar la vida. Y su voz... tan cantarina y penetrante que desearías llevártela contigo a un bingo. Y su ocurrencia... digna del mejor comercial que trata en vano de embaucarte creyéndote más tonto que su pareja.

Odio esos anuncios, como odio a quienes no saben mostrarse más allá de una sonrisa fingida, un traje bien planchado o una frase de libreta. Quienes no transparentan al actor tras el personaje, y se saben profundamente vacíos pero envueltos en papel couché.

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