En LA vivía a diez minutos a mi paso de un microbarrio en West Hollywood llamado Los Feliz. Tenía un rollo bohemio: había cines, cafés (más europeos que el Starbucks), librerías y demás. La gente se sentaba en una microterraza, pedía su Mocca, sacaba el iBook y todo era guay. Mirabas a poniente y era fácil que sobre las 7 de una tarde de agosto vieras las palmeras y los carteles del Happy Chicken a contraluz.
Cuando he estado fuera, sobre todo un tiempo prolongado, he sentido las cosas de forma más intensa a como las vivo aquí. Un mes en Irlanda era casi un curso entero en Alcalá. Un verano en Eastbourne, un antes y un después. En el extranjero he empezado a hacer ciertas cosas que he continuado a mi vuelta, y sin esa sensación de libertad que pude intuir en muchas ocasiones tal vez hoy mi cabeza se movería entre senderos más estrechos y asertivos. Pero me empeño en decir que no, que no me conformo y que no termino de quedarme tranquilo en lo previsible. Que es aburrido.
Escuchar otro idioma, verte haciendo fotos a un metro de mí (tan interesante), tomar un té verde o sentir cómo la lluvia me cala se convierten en pequeños detalles que me recuerdan los viajes que hice y los mucho que, espero, quedan por hacer. Cada vez más lejos, a lugares que poco se parezcan a lo que conozco y entre gente que sepa mostrarme lo poco que en realidad sé acerca de casi nada.
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