Tras mi primera vez comencé a ver al resto de personas de otro modo, especialmente si era mujer. Yo era muy niño entonces, algo más que ahora, incluso, y no importaba cuántas revistas hubiera ojeado entre el colegio y el instituto, o cuánto porno hubiera consumido de adolescente: aquello, tener delante de ti otro cuerpo, tan desnudo como el tuyo, tan cálido y sonoro, y sobre todo, tan real, superaba con creces cualquier aproximación previa a lo que llevabas años esperando y alejando inconscientemente a un tiempo.
Esa nueva mirada, sin embargo, se fue perdiendo (o yo acostumbrándome a ella) a medida que el sexo comenzó a ser algo parcialmente habitual en mi vida, con sus lapsos, sus paréntesis y sus puntos suspensivos. De alguna forma, esa manera distinta de ver al otro se resumía en un mayor respeto a todos los niveles, cierta admiración y un pedazo de lamento interior que apelaba al tiempo perdido. Esta sensación, la del tiempo perdido, es la que más tiempo lleva conmigo desde entonces, pero supongo que es algo a lo que todos damos vueltas alguna vez y que enriquecemos cuanto más pensamos en ello. La bola de nieve.
Entre foto y foto, en las que uno siempre trata de salir mejor de lo que es y a veces hasta sonríe, quedan los huecos, como escuché hace un rato. Lo que tratamos de rellenar con nuestras experiencias, a veces con las ajenas, y de vez en cuando hasta con deseos incumplidos. La vida, o al menos la mía, ofrece más huecos que fotos, y yo me ahogo en ellos como alguien que, sabiendo nadar, siguiera obcecado a tenerle miedo al agua.
Y eso es lo que uno trata de descubrir en cualquier recién llegado, al fin y al cabo. Abrir el álbum que nunca enseña y ocupar parte del vacío que nunca te cuenta.
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