El 69, aparte de un gran número, fue un buen año. Al menos para el movimiento por los derechos civiles en general y el de gays y lesbianas en particular.
Dentro de un par de días se conmemora la reacción de unos pocos ante la redada policial en un local de mala muerte (y controlado por la mafia) situado en el Greenwich Village de Nueva York. Las elecciones municipales estaban a la vuelta de la esquina, y el empeño por "limpiar" ciertas áreas como Times Square o esa otra zona al sur de Manhattan hizo (entre otros factores) que aumentaran ese tipo de actuaciones policiales.
El procedimiento solía ser rápido, entraban en los (bien localizados) pubs gays de la época, se encendían las luces, y todos los allí presentes tenían que abandonar el local e identificarse. Algo rutinario, pero aquel día (un 28 de junio) simplemente surgió decir que no, que si no estaban haciendo nada malo, ¿por qué tenían que irse? Y claro: se lio parda.
Unos días más tarde, unos ciento cincuenta o doscientos manifestantes se reunieron en ese punto para marchar Sexta Avenida arriba hasta Central Park; iban acojonados, pero durante la marcha se les fueron sumando más y más refuerzos, los doscientos se convirtieron en dos mil y aquello fue una fiesta. Pero ¿por qué tener miedo? Si nos ubicamos en aquel entonces, hablamos de una sociedad en la que chavales quedaban para darse una vuelta en coche sólo y ver maricas; la homosexualidad era considerada una enfermedad castigada en algunos casos con lobotomías o castraciones; quienes servían en un cuerpo oficial y eran tachados de sarasas eran automáticamente expulsados e impedidos para futuros empleos, por no hablar de aquellos que eran repudiados por sus propias familias.
Nueva York, y más concretamente ciertas áreas, era un respiradero para todos aquellos que querían besar en público a otro de su mismo sexo o para aquellos hombres que gustaban vestir de mujer (llevar menos de tres prendas propias de tu género podía aun así acarrear la cárcel: los calcentines no contaban). La libertad, no obstante, era relativa, y al ser vetados en cines, hoteles y demás lugares para tener encuentros sexuales, optaban por esquinas y se apoltronaban de noche dentro y fuera de trailers que durante el día habían servido de almacén de carne cruda.
Siempre hubo guetos, supongo.
El caso es que aquella manifestación, origen de las que cuarenta años después se siguen celebrando durante estas fechas por medio mundo, supuso el primer paso hacia la libertad de un colectivo deseoso de ser tratado como unos ciudadanos más. Mostrarse más allá de la calle 10, alzando pancartas de todo tipo pidiendo sencillamente 'respeto', fue el principio de todo lo demás, y recuerda a las revueltas que, antes y después, siguen escribiendo la historia demostrando que sí, que hay que cumplir la ley, pero sólo cuando la entendemos como justa y equitativa para todos.
Cuando esto no sucede, no tenemos por qué someternos a ella, y encararse y gritar y hacernos ver y volver a gritar hacia lo que creemos que ha de cambiarse puede hacer que, dentro de otros cuarenta años, alguien eche la vista atrás hacia lo que hoy podamos o no estar haciendo, y hasta logre emocionarse al recordarlo. Eso significará que éstabamos en lo correcto.
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