Casi nunca valoras lo a gusto que te sientes al respirar un lugar determinado hasta que no te alejas mucho de él. Me he acordado mucho de esto cuando me tocaba madrugar con un café aguado en Copenhague, me he tomado un té en El Cairo o he desayunado pollo frito en Pasadena. Con esto no quiero decir que:
a) haya viajado un huevo y soy guay.
b) sea un moñas que sólo está bien en su tierra.
No, no es nada de eso (aunque es cierto, soy guay). Mi hogar es mi gente y todo eso que cantaba Manu Chao, y me he sentido más en casa dentro de tu sonrisa y compartiendo un margarita al otro lado del océano que en el cuarto donde ahora escribo esto. Lo que pasa es que a veces me visitan estas pedazo de reflexiones cuando paseo por Madrid en vacaciones. Me gusta ver la Gran Vía cuando no la ciega el gentío, o contemplar la cola que dobla la esquina de un Pull&Bear para comprar lotería en Doña Manolita, y hasta tomarme un café en una tasquita donde el camarero me da los buenos días con un grito y su marcado acento extremeño. Valoras cuando puedes sentarte en sus vagones, eres capaz de hacer tus cosas con la eficacia de un soldado y el ritmo transcurre, por unas horas, en slow motion.
Y entonces se apelotonan los nombres de aquellos a los que os he conocido por sus calles, el aprendizaje y las pérdidas, las primeras salidas, los muchos trabajos, lo lejos que estaba todo. Recuerdo calarme en la lluvia, los porros y litronas en los parques y la Cibeles en moto.
A veces, también, las estaciones y el recurso fácil me recuerdan a ti: Delicias, Retiro, Esperanza, Canal... Y alejarte de todo eso es tan fácil como tomar el bus, pasar por una época que ya no existe y dejar atrás un cartel imaginario que me diga "vuelve pronto".
Marchar siempre fue más fácil que volver.
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