Todo fue falso y normal hasta el momento de la despedida. Hablamos de cosas intrascendentes, ella llevaba el peso de la conversación (lo que no le resultaba muy complicado) y yo trataba de contrarrestar sus reveses con golpes de ingenio absolutamente patéticos. Me sentía como en un examen, pero ahora no podía marcar el tempo ni mucho menos elegir a qué pregunta responder o no primero. Tampoco valía hacer tachones y escribir de nuevo. No tenía Tipp-Ex corrector, ni había estudiado el temario. Era distinto a todo lo que conocía hasta el momento, era yo contra ella, y no encontraba mejor sitio donde esconderme que en un hábito improvisado donde no quedar como un idiota, sino como alguien descaradamente interesante. Fracasé.
A pesar de todo, y tras ver cómo sus labios (infinitamente cerca) me explicaban el origen de la luna sarracena, me hizo la pregunta para la cual no estaba entrenado. Quizá estuviera desesperada, harta ya de esperar a que diera yo el primer paso: "¿qué tiene que hacer una chica para salir contigo?" Yo en mi papel de gilipollas, intenté contraatacar con una respuesta nada improvisada, fruto indudable de mi ingenio abismal y de la seguridad que siempre tuve en mí mismo: "me tendría que gustar". Con dos cojones.
Educada ella, optó por no darme una hostia (cosa que lamenté) y en su lugar se dio la vuelta sin más. Supongo que llorando. A mí me faltó tiempo para discernir si esa pregunta era o no una proposición, porque quién en su sano juicio iba a preguntarle una cosa así a alguien como yo sin ánimo de reírse en su cara. Ante la duda, mi respuesta suponía una bonita defensa contra las artes oscuras, y me volví a casa pensando en qué canción sonaría si eso fuera parte de una película de serie Z. ¿Volvería el protagonista (o sea, yo) corriendo a la puerta del bar, bajo la lluvia? ¿Firmarían los dos la paz en el preciso instante en que rompe la batería? Por desgracia, el guionista no cayó en el tópico. Esto era hiperrealismo salvaje en una peli de las malas.
Dos semanas más tarde decidió perdonarme (o yo pedir perdón, ya no recuerdo), nos tomamos la revancha y la chica decidió que yo no era malo por vocación, sino por incapacidad. Tuve por fin ocasión de completar esa frase demoledora con su segunda parte (para que luego digan cosas malas de las segundas partes): "me tendría que gustar... Y TÚ ME GUSTAS".
Ante la falta de un 'Dawson crece' que te enseñe cómo besar con 15 ó 16 años, uno improvisa con las cuatro nociones que tiene de los clásicos, cuando el guapo y la guapa cierran la boca y juntan carrillos durante no más de diez segundos antes de fundirse en un cálido abrazo. Las revistas que uno leía tampoco ayudaban, ya que el chico y la chica solían gozar el uno del otro en plan bestia y sin necesidad de tanto protocolo. Así que uno tuvo que malaprender a cómo evitar dientes y nariz sin más ayuda que el ensayo y error. Y así, entre tanto aprendizaje, llegó el primer beso.
Y todo fue distinto.
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