No debería escribir ahora. Lo hice hace unas horas (antes de morir de frío) y eso rompe la norma, pero ya echo de menos nuestra charla a medias, y de eso hace sólo un rato.
Aunque gustas quedar conmigo, y tú eres mi dulce niña, lo cierto es que apenas nos vemos. Miramos más a los 30 que a los 20 y a mí se me ocurre hablarte de esa película donde cantan tu nombre y el protagonista decide enamorarse de una adolescente.
Me acuerdo cuando me acerqué a ti, fue mucho antes de que los años me transformaran de ingenuo a ignorante. Entonces yo era un niño con posibles que escribía cartas, chapurreaba acordes y quería quererte. Empezaba de nuevo, coño, ¡y con qué ganas!; siempre es más cómodo dibujar tu vida con la pizarra limpia y ante unos desconocidos. Así es fácil desnudarte.
Unos cafés más tarde, tengo el diario lleno de páginas en blanco, entierro la década con el Crack del 29 y no te pido que lo entiendas, aunque no pare de explicarlo. Siempre ha sido así, ¿no? Te leía sus cartas en el Renacimiento, encontraba las palabras más apropiadas para venderme como amigo y te gustaban mis canciones. Eso me hacía sentir bien, y volvía sencillo analizarlo todo para luego restar a ese todo su importancia. Contigo siempre ha sido así, sencillo, encontrar palabras y sentir más propio mi buen humor. Ya te vale.
Enseguida comprendí que no tenía que demostrarte nada. Que tú ya habías elegido, y que no fue mi mano entrelazada fútilmente a la tuya. Ahora sé que mi intención no tenía que corresponderse con tu descuido. ¿Quién si no hubiera sido tu bufón y quién mi musa? Cada uno tiene su papel en todo esto, ya lo sabes, y los secundarios a veces son los que hacen que la película valga la pena.
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