Salgo de casa, consciente de que olvidé el gorro en el asiento de atrás del coche. “Llego tarde”, pienso, cuando en el fondo sé que es mentira, porque a las malas seré puntual, y de los primeros. Una pareja de estudiantes se besan apasionadamente refugiados en la escalera de un portal vecino; es ella quien parece tomar la iniciativa, acariciando con delicadeza su mejilla izquierda. (Ninguno de los dos parece llevar ropa de abrigo, pero es evidente que a pesar del frío no la necesitan.) Compruebo el cartón debajo del motor: no hay manchas de anticongelante. Perfecto, a mediodía comprobaré el nivel. De camino, la imagen de una madre con su hija adolescente capta mi atención, sin ningún motivo concreto. Las calles están más despejadas que ayer. No hay mercado. El eterno buenismo de la emisora por defecto hacen que cambie el dial. En la retención de todos los días quedo por detrás de un Mégane con dos carteles de ‘Se Ofrece’ pegados en la luna de detrás: quiromasajista y jardinera. Me pregunto si serán la misma persona. La recta final mira hacia el este, y una enorme bola de fuego recién surgida tras El Viso convierte los últimos metros en un bello (y peligroso) contraluz. La silla junto a la acera aguarda la llegada de una de sus dueñas. No hay clientes a estas horas. Doblo la esquina, cedo el paso y aparco, justo en el preciso instante en que escucho por la radio eso de que cada mañana sale el sol. Será verdad.
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