Uno de los mejores consejos que he recibido nunca fue que sonriera. Al no hacerlo, parece que a uno le ocurra algo, y puede ser cuna y foco de un ambiente, ya no enrarecido, pero desde luego nunca idóneo. Dicho de otro modo, si estás bien y sonríes, transmites dicho bienestar al resto, y si no lo estás y aun así lo haces, contribuyes con el gesto a un positivismo siempre necesario.
Con esto me recuerdo hace mil años ante el espejo del cuarto de baño, entrenando de mil formas distintas mi sonrisa y descubriendo horrorizado que la había perdido tras algún armario. Surgía, pues, algo forzado, una mueca diabólica nada espontánea, pura máscara.
El paso de los años me permitió relajarme y comenzar a perfeccionar lo que algun@s, bajo sobornos varios y/o los efectos del alcohol, llegaron a considerar como una de mis cualidades más destacadas. Y es que la sabiduría popular nos pone a cada cual en su sitio, y vuelve a tener razón en eso de que hay gente pa tó.
Me cuesta, no obstante, seguir ese consejo, y me sé contradictorio en lo frío y visceral a un tiempo en muchas de mis reacciones. En definitiva, supongo que me es complejo sonreír si no es por una buena razón, y esos motivos a los que me refiero suceden con relativa poca frecuencia. Y es que todo eso de la vida como regalo y las múltiples maravillas que encierra el día a día está muy bien, pero se gastó (como el amor) de tanto usarlo.
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