La imagen de tu cadáver me recuerda al abuelo, del que apenas recuerdo el temblor en su mano y la solemnidad de su figura agrietada. Durante el velatorio, Julia recuerda emocionada su conversación al teléfono contigo, días antes de operarte; tú le preguntas: "¿crees que me voy a morir?", y ella te contesta que qué cosas tenías, que te morirías cuando llegara tu hora.
Unos minutos antes, escuchaba también yo tu voz (incofundible), y qué extraño todo. De repente las dos ausencias, el llanto en mi madre, verlos (tí@s y prim@s) tan seguido y a un tiempo, más allá de bodas y festejos, al margen de un escenario alegre e improvisado, como suceden los mejores recuerdos.
En aquel funeral contemplaba a tus hijos de perfil. En Rober reconocía por sorpresa a la tía Mari, de quien guardo aquella explicación de cómo pelar un melocotón siendo yo poco más que un niño. En Javi te veía a ti, cada vez más parecido no sólo en el aspecto sino también (y especialmente) en el carácter, y pensé (supe, de algún modo) que probablemente fueras tú el siguiente en marchar, callado, tranquilo y sabiéndote una persona sin mancha, alguien bueno, a secas, lo que muy pocos pueden decir de sí mismos.
Ahora toca pensar en lo mucho que te han querido todos sin excepción, y lo mucho que me hubiera gustado profundizar algo más en tu persona, a la que siempre he reservado un lugar privilegiado en el rincón de los mejores.
Malditos pensamientos.
Malditos pensamientos.
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