De pequeño gastaba botas de agua en los días de lluvia, de esas tan vintage que asociadas sin querer a quienes faenan en altamar vestidos de Capitán Pescanova. Esas botas te hacían inmune ante los charcos y el efecto de toda salpicadura, y nunca los bajos de un pantalón estuvieron más a salvo que dentro del asfixiante calor de su goma.
De adolescente gustaba de no evitar esos mismos charcos, ya sin botas, porque al fin y al cabo no eran sino pequeños estanques urbanos que te permitían ver el cielo sin levantar la mirada (fenómeno éste que nunca me ha dejado de sorprender desde entonces), y a algo así no hay que tenerle miedo.
Ahora busco el reflejo de las nubes (o de la noche) bajo mis pies, y si bien trato de no calarme los calcetines mediante saltos y demás cabriolas, los charcos me ofrecen uno de los ángulos más atractivos bajo el cual observar la sinrazón de mucho de lo que sucede sobre ellos.
Lo bello y efímero de algunos detalles.
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