Mi abuelo no dio la talla para engancharse en la Policía Armana desde la mili: le faltaron 6 centímetros y una buena sotana que le recomendara. Como no tenía oficio ni beneficio, la idea era meterse donde pudiera, y a los de la Guarcia Civil (los desertores del arado) les tenía cierta inquina desde pequeño.
De vuelta de Badajoz, trató sin suerte de colocarse como guardia de arbitrio en Alcalá. El examen lo hicieron tres personas y consistía en: un dictado, una lectura, una multiplicación y una división. Por aquel entonces lo normal era ser analfabeto, y si encima eras mala persona te colocabas en primera fila para una medalla o una hostia (con h). El caso es que uno de los tres aspirantes se retiró nada más ver el papel: "Yo para esto no valgo...", y el otro parece ser que se equivocó en las cuentas. "Ya está", pensó mi abuelo, "la plaza es mía". No contó con que, a falta de matemáticas, bien sirve tener como hermana a la sirvienta del alcalde, así que de nuevo se acordó del cura y de la madre que lo parió.
No le fue mal, la verdad. Entró como guarda de noche en el Silo y allí se quedó para los restos, colocándose como ayundate de maquinaria y sucesivos grados de oficial. Se esperaron a su jubilación para ascenderle a maestro, ya veis. Con eso se ahorraron subirle el sueldo y despedir como se merecía a uno de tantos, que supo ganarse el pan siendo más o menos honrado. Con lo difícil que es eso.
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