No hace mucho un arquitecto danés (de los que te encuentras fácilmente en el ascensor) me comentaba sorprendido que, pasando por el campus de la Universidad de Navarra decidió entrar a sellar su credencial de peregrino, descubriendo que... ¡era privada! Claro, le dije: en España hay muchas. No satisfecho con mi brillante feedback, me explicó que en Jutlandia la educación era pública, sólo pública y nada más que pública.
¡Qué envidia! Pensé. Yo he estudiado en colegio concertado, instituto público (el mismo donde este curso hay cuatro docentes menos que en el pasado y se han perdido varias optativas), universidad pública y privada, y recuerdo los años del segundo como los mejores. Cosas de la edad.
De pequeño estudiaba en clases de cerca de cuarenta alumnos, sin más ni más que un pupitre, un bolígrafo, un cuaderno y un tipo mayor que te hablaba desde lejos. Y no me fue mal del todo. Tal vez sea por eso que defienda lo simple, eso de que educar no consiste ni más ni menos que en alguien que quiere enseñar, otro que quiere aprender y un medio adecuado para hacerlo. El resto son, en mayor o menor medida, chorradas.
Y es lo que hablábamos el otro día. Si aspiramos a ser mejores cada día, démosnos las mismas opurtidades a todos para que lo seamos, porque ahí radica la verdadera igualdad (de oportunidades), y no en ser iguales (porque no lo somos). Si hemos logrado que una persona de pocos recursos pueda acceder a las mismas medicinas y al mismo conocimiento que otra de posibles, no desandemos ahora lo andado. Público y gratuito no son sinónimos, así que no nos dejemos engañar por demagogias de rastrillo, caretas de terciopelo y dobles tablas de medir. Algunos, aunque muy listos no hemos salido, tontos tampoco somos.
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